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Las travesuras de los diablos

por Jandro Olmo
3 min. de lectura

La infancia tiene la particularidad hermosa de sellar en nuestra memoria recuerdos que, a partir de entonces y para siempre, quedan incorporados en nuestro imaginario. Son aromas, personas, lugares, objetos, ángeles que suben y bajan, demonios y mil y un detalles más.

Yo no tengo abuela. Que eso ocurra a estas alturas de mi vida tiene toda la lógica por puro efecto calendario.  Existió, pero yo no la conocí y me perdí las atenciones que los abuelos acostumbran a tener para con los nietos. Para no haberlo vivido tengo que decir que hoy no se me da nada mal con mis tres princesas que soporta alguna que otra narración de “María y Antón”

Mi hermano, que no lleva mi misma sangre, atesora en madera uno de los recuerdos de su abuela. Esculpiendo la naturaleza del bosque de la Ribagorza aragonesa se ha hecho con un par de diablillos que cuida y alimenta como si de “tamagochis” de otra época se tratara. Están en su imaginación y en la madera tallada que procede de ese bosque donde se dan cita los seres más enigmáticos, argumentos perfectos para desarrollar historias mágicas, que al calor del hogar, contaba la abuela para deleite de los pequeños de la casa. Lleva años en la mesita del recibidor, y menos mal que el agua no les falta a pesar de desaparecer inexplicablemente cada dos por tres del cuenco hecho especial para ellos.

El diabllulin mágico

Las travesuras de los diablos

El protagonista de la historia es un ser que, en el habla de la zona, suena como “diablulín”. A ver, no exactamente así. Que una cosa es escribirlo y otra algo distinta es su pronunciación, característica del habla en el lugar. Vamos a sustituir la terminación diminutiva “lulín” por “llulín” y vemos como suena mucho más amoroso. Tal y como lo pronunciaba la abuela y, además, le confiere al diablo en cuestión un punto de ternura y pillería que le resta la malignidad que tradicionalmente se le atribuye al colorado ser de los infiernos.

Un diablillo que acepta de buen grado la culpabilidad de las trastadas que hace. Si no se encuentra una cazuela, ¡ah claro! La ha escondido el diablliulin. Si se escucha cualquier crujido del techo, ¡tranquilos!, son los diablliulines. Y así con todo. Son como elfos endiablados cuyo leitmotiv es únicamente la travesura y, como no, la magia.

Mi otro hermano, cuya hemoglobina tampoco tiene que ver con la mía, estaba absorto igual que yo escuchando el cuento. Los dos atendíamos al “mano” (así le llamamos cordialmente) trasladándonos la narración de la abuela. La relataré yo también aquí, aunque seguramente con errores, ausencias y quizá pseudo invenciones de las que me responsabilizo lamentablemente.

Cuentos de la abuela

Y es que… ”erase que se era una vez, en plena montaña, que llegó el tiempo de la siega del trigo y las lluvias no cesaban ni por mandato divino. El riesgo de que la cosecha se echara perder era grande y los perjuicios económicos para la familia que vivía allá, muy allá arriba, y que contaba con la cosecha para garantizar el futuro inmediato, devastadores.

Cuando todo hacía presagiar que la ruina se afincaría definitivamente en el hogar montañés. Hete aquí que apareció un hombre con aspecto de haber andado mucho y experto en transitar por las montañas que se ofreció a recoger él mismo y sólo, toda la cosecha en un periquete.

– Pero, alma de cántaro, cómo pretende usted solo recoger toda la cosecha si para eso se necesita una buena cuadrilla de segadores y, además, el tiempo apremia porque las lluvias la están echando a perder.

– Claro que lo haré – respondió muy sereno en enigmático viajero que peinaba una larga coleta blanca – Y no padezcan que no les voy a cobrar nada.

– ¿Sin cobrar y usted solo? La madre de familia movía la cabeza sin disimular ni un ápice su incredulidad.

– Si señora. Tan solo les pido comida y buen vino. Después de alimentarme cumpliré mi palabra.

El matrimonio, aunque receloso, accedió al ofrecimiento. Entre otras cosas porque no existía alternativa alguna, la cosecha agonizaba y desaparecería si no era recogida a tiempo.

El viajero desconocido se dirigió hasta el campo que debía segar con rapidez y antes de ponerse a la faena se sentó junto a un árbol, abrió el zurrón y dio buena cuenta de las viandas que le habían preparado y se dio un importante festín regado con buen vino. Evidentemente después de semejante tragantona quedó sumido en un profundo sueño sestero. A pocos metros y escondido entre matorrales el propietario de las hectáreas de trigo que le observaba indignado, se daba a los demonios al ver que había sido engañado y se quedaba sin cosecha.

Las travesuras de los diablos

Pero fue entonces cuando de un canuto de caña que portaba el viajero comenzaron a salir miles, cientos de miles, millones y millones de diablliulines con la misión de recoger cada uno de ellos un manojo de espigas que tras depositarlas sobre el suelo formaban las correspondientes gavillas, quedando el trigo a salvo.

En un visto y no visto y ante el asombro del amo de la finca toda la cosecha quedó recogida y el misterioso hombre se marchó del lugar no sin antes dejar que los miles de millones de diablliulines volvieran a meterse en su canuto de caña”.

Una historia increíble y mágica, como todo lo que ocurre en el bosque, como todo lo que lo que percibe un niño de mano de quien admira, como todo recuerdo que se resiste a ser borrado de nuestra memoria.

1 comentario

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Ana Borreguero 26/03/2024 - 08:36

Qué precioso cuento Jandro, y todo el escrito en general.
Hablar de la niñez siempre nos llena de nostalgia por la sensación de inaprehensibilidad del tiempo, que se nos escurre como agua entre las manos.
Suelen ser recuerdos agridulces, al menos para los que tenemos una edad y crecimos con muchas carencias (en mi caso además, como en el tuyo, sin abuelos de los que recibir un extra de mimos), Por contrapartida casi todo tu entorno correspondia a un nivel similar por lo que esa sensación de carencia sólo se producia cuando, por error o por casualidad, subias momentáneamente un escalón que no te correspondia. O alguien lo bajaba.
Afortunadamente los recuerdos se van desdibujando, modificando y mejorando a medida que pasan los años. Quizá porque entonces sabes darle la dimensión adecuada a cada cosa. Dramas que no lo eran tanto, maestros que no te gustaban y que se han convertido en referentes, amigas que creias odiar y que acabas recordando con afecto, los pocos juguetes que tenias y que al final reconviertes en una lección pedagógica por hsber sido capaces de estimular al máximo tu imaginación, pioneros como éramos del reciclaje, etc…
Pero lo mejor de los recuerdos de la niñez, es el haber acabado entendiendo a tus padres, con los que, por aquel entonces, habia varias generaciones de diferencia en cuanto a mentalidad. Sabes valorar que en muchos casos fueron transplantados de golpe a un lugar, unas costumbres e incluso una lengua que no les pertenecia y te das cuenta del enorme sacrificio que tuvieron que hacer, del que fuimos directos y únicos beneficiarios.
Recordar la niñez es como cuando vuelves de un viaje donde todo lo que ha salido mal acabas convirtiendolo en anécdotas divertidas, quedándote tan sólo con lo positivo. Aunque siempre hay ahí un pellizquito…

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