¿Nos hemos equivocado? Sí, claro que sí, mil y una vez. Pero la mayor equivocación de todas es llenarte de culpa y de vergüenza. Hemos nacido en la llamada cultura del castigo, en la cultura del pecado original. En nuestra sociedad, especialmente en nuestra cultura cristiana, la culpabilidad juega un papel importante, así como en oriente predomina la cultura de la vergüenza.
Sentimiento de culpa
Nos han imbuido de un sentimiento de culpa desde el origen de los tiempos. Culpa por haber comido del árbol del Conocimiento (menos mal que no lo hicimos del árbol de la Vida), culpa por haber matado a Abel, culpa por haber crucificado al hijo de Dios y culpa por el simple hecho de haber nacido con dolor. La cultura cristiana ha llenado nuestra psique profunda de todo tipo de culpas.
En nuestros tiempos modernos, multiculturales, la cultura de la culpa occidental viene acompañada de la cultura de la vergüenza oriental. Una viene cogida de la mano de la otra. Eso apaga nuestra luz, nos escondemos, nos minimizamos, vivimos siempre en el arrepentimiento, en la deuda constante con el mundo, en la desconfianza perpetua.
Algunos conocen profundamente ese sentir, y saben cómo utilizarlo para su beneficio. Te hacen sentir culpable, te intentan avergonzar, te intentan humillar constantemente con sutiles manipulaciones. Hay personas que tienen la capacidad de crearte ataques de ansiedad y pánico. Personas capaces de manipular a todo un colectivo para saciar su sed de venganza, su sed de reconocimiento o su propia avaricia. Personas llenas de rencor y odio que claman al púlpito una cara de dócil paloma, y luego se empecinan en devorarte con fauces tenebrosas. Personas que te llenan de miedo o te empujan a la destrucción.
No a la manipulación
Así que, si os queréis, si tenéis un ápice de amor propio, no os dejéis manipular ni engañar ni embaucar por esas sibilinas serpientes que la vida nos pone delante. No os dejéis acallar por aquellas arpías o cantos de sirena con las que Jasón o Ulises batallaron. Aquellos que vuelan y saquean están por todas partes. Y nos roban la paz, la tranquilidad, el silencio, a veces incluso la salud y el alma. No te vendas hermano, no te vendas, que decía aquel poeta. Si te vendes a la culpa, estás perdido. Así que entrégate mejor al silencio, hazte invisible, que nadie te atosigue, que nadie te moleste, que nadie te diga cómo tienes que pensar, sentir u obrar.
¿Por qué sentirnos culpables de nuestros errores, por qué sentir remordimiento o vergüenza? Pecamos de ilusos con la economía del don, con una casa abierta las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Pecamos de cándidos cuando atendíamos todo tipo de necesidades, abriendo las puertas de nuestra casa a todo hijo de vecino, sin preguntarle por su raza, ideas, creencias, intenciones o posición social. Fuimos incautos por no poner cerrojo ni límites a ninguna de las puertas. Por dejar amablemente que todos entraran, que todos disfrutaran del festín, sin protegernos ni un ápice.
Pecamos también a la hora de ofrecer espacios y que cada uno creara su propia utopía, su propio techo, con la esperanza de que la fraternidad surgiera, casi de forma espontánea, ante la evidencia de los altos ideales. Pecamos por dejar que, a pesar de todo, algunos nos insultaran, nos robaran, nos criticaran, nos despreciaran y nos odiaran por el único pecado de intentar ayudarles. ¡Qué pecados más ingenuos e infantiles obedecer al corazón! Pecamos por ofrecer paz, fe y esperanza, y por eso ahora somos crucificados en la cruz de la crítica y el desprecio más absoluto. ¡Ay qué país el nuestro!
Y ahora que reconocemos nuestros errores, nuestros fracasos, nuestras faltas, nuestras equivocaciones, ¿por qué deberíamos sentirnos avergonzados o culpables? Más bien todo lo contrario, sentimos orgullo porque lo dimos todo, lo intentamos todo, nos esforzamos hasta la extenuación, atendimos a cientos de personas, ayudamos a muchas más. No nos regodeamos en el fracaso ni en la pena ni en la equivocación. Más bien gritamos al cielo y a la tierra, que al menos, lo hemos ansiado, deseado, provocado, intentado. Así que no, no sentimos culpa, ni arrepentimiento, ni necesidad de pedir perdón por nada. Hicimos lo que pudimos, cuando pudimos, como pudimos.
2 comentarios
El hecho de no asumir el amor a si mismo, desde antiguo es una limitación del ser human y que en mi caso, ha sido
de gran profundidad, pero que el pensamiento de este barcelonés de cincuenta años nos viene a poner en la asadera
de las faltas.
Desde hoy inicio la tarea de – que no lo había previsto – de amarme a mi mismo y con ello salir del calor de las culpas.
Es posible que sea un poco tarde, ya que que a los 87 años de edad, es corta la vía que queda por delante.
Asi debería ser. Asumir que no somos perfectos. Que nadie lo es, (aunque algunos menos o más que otros). Pero parece que nacemos con el sentimiento de no hacer nunca lo suficiente. No somos los mejores padres, ni la mejor pareja, ni los mejores amigos. Y siempre arrastrando la impresión de que no hacemos lo suficiente.
La (mala) conciencia siempre está ahi, para machacarnos y no dejarnos vivir tranquilos aún en los detalles más nimios de la vida cotidiana.
Aconsejo escuchar, y asimilar, la letra de una canción de Serrat que se titula La Conciencia, y de cuyo texto extraigo estos dos párrafos, que resumen muy bien el tema que se comenta: “Nos la endosan desde la infancia, es partidista y desproporcionada, complemento del pecado y del remordimiento, no nos deja vivir en paz y nos quita el hambre. Habría suficiente con el respeto y la sinceridad y con un poco de benevolencia, pero nos cuelgan sin ninguna necesidad el sambenito de la conciencia.