Los viajeros expertos saben que hay dos formas de transitar a otros mundos. La primera es con el desplazamiento físico. Uno va de un lado para otro y adquiere conocimiento, sabiduría y lenguas. El otro, quizás el más irreductible, es el viaje interior, el que suscita curiosidad en las mentes hábiles e interrogantes en la inteligencia irascible. Cuando uno viaja hacia fuera y pierde el control absoluto sobre sus márgenes de seguridad, se enfrenta a los retos, a los límites y al descubrimiento. Salir de uno mismo es romper las barreras que limitan la mente, es saciar miedos y bucear en aquellos amaneceres que nos desvelan las tierras lejanas.
Viaje interior
El viaje interior es igual de incierto, porque uno nunca sabe cuándo termina o cómo nos domina. Nada hay oculto que no pueda ser manifestado si de alguna manera nos lanzamos a su descubrimiento. De alguna manera estamos ansiosos por abrir nuestra alma al océano infinito de posibilidades. La vida no se puede atrapar en un tiempo o un espacio sin querer, aunque sea de forma inconsciente, intentar atrapar la luz del mundo. El dominio de sí mismo provoca deseo de expandir el alma, y esa expansión provoca roce con todo aquello que atraviesa, y por lo tanto, conocimiento, sabiduría y enriquecimiento.
Matar el hambre de crecimiento es una disciplina para dejar de desear la expansión, pero ansiando el recorrido hacia la luz. Uno se percata de que lo importante no es crecer y crecer, como si ese desarrollo fuera un fin en sí mismo. Lo importante es alcanzar la luz del día, como la ansían de forma inconsciente las flores, pero sin percatarse ni tan siquiera que para que eso sea posible, hay que crecer hacia lo alto. No es el crecimiento, sino la anhelada llamada de búsqueda lo que nos permite crecer. Es la luz lo que nos acerca a la expansión, al viaje.
Crecer hacia la luz
En cierta literatura oculta se habla siempre del Sendero y de su Luz. Es una hermosa metáfora que invita a cierto viaje. Parece que cuando uno viaja, no importa si hacia fuera o hacia dentro, explora y encuentra. La vocación peregrina, porque antiguamente todo buscador era primero peregrino y luego anacoreta, se enmarca siempre en ese anhelo de poder expandir la vida y su ciencia hasta las puertas del logos y la gnosis.
Uno siente un cierto cosquilleo ante la finitud que nos atraviesa inevitablemente, y la necesidad de inmortalizar nuestro aliento, nuestros deseos, nuestros propósitos. El anhelo va más allá del pequeño deseo. Es algo que proviene con fuerza desde dentro. Es aquello que te convierte en buscador incansable hasta que en algún momento encuentras, dejas el peregrinaje y te asientas encima de una gran roca o debajo de un gran árbol a meditar sobre lo encontrado. Y allí uno se ilumina, o se despierta, o se reencuentra con la esencia de todo cuanto somos, de eso que llaman el ser esencial. Con la sencillez, con lo simple, con lo alcanzable y limitado, con el sagrado cotidiano.
Matar el hambre de crecimiento es provocar en nosotros un cambio irreductible. Es dejar de conformarnos con nuestra pequeña cueva y aspirar a esa luz redentora. Digo luz como metáfora de conocimiento y sabiduría, como albor de una verdad absoluta que se reabsorbe a sí misma desde nuestra mirada. Digo luz como aquello que nos hace crecer como una flor, creando perfume y belleza, alegría y bienestar.
Economía del don
Cuando matas el hambre de crecimiento exploras la posibilidad de donar tus frutos. Las mieles del alma encuentran un enjambre de abundancia donde poder ser compartidas. Es el ágape, el manjar de los dioses, el festín, el banquete donde todo es brindado y ofrecido. Más allá de nuestros limitados y pequeños egoísmos, existe la llamada economía del don, ese lugar, a veces excesivamente oculto, donde cada cual ofrece lo mejor de sí mismo sin esperar nada a cambio, sin desear nada a cambio. Solo por el placer de dar, como hace el sol cada mañana, disfrutando del viaje que su luz y calor ofrece a millones de seres vivos. Ese es el mayor viaje de todos: la generosidad con la que los dioses ofrecen su pan, el amor con el que los grandes seres expanden su consciencia. Por eso los grandes místicos siempre anhela la luz, más luz. Luz en el Sendero.