Definamos el concepto: “El odio es todo sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia”. Dicho esto, que no es más que la conclusión consensuada por eruditos para concretar cualquier idea de modo que pueda partirse de algo comúnmente aceptado, se hace preciso el análisis y repaso de las diferentes caras que conforman todo axioma. Veamos, a mi juicio, una de ellas.
El fanatismo, alimento del odio
Una característica inherente a quien detenta o practica el odio es su fanatismo. Sin este no creo que fuera posible odiar y es, además, una premisa necesaria para conseguir la “facultad” de odiar. Siempre va por delante, es anterior a él. Se alimenta del fanatismo, y sólo cuando el fanático se impregna del radicalismo necesario que le caracteriza está facultado para ejercer el odio. Odiar requiere también no tener que dudar. La duda no existe para aquél que odia. Si por el contrario fuera no se podría odiar.
Se odia cuando se tiene la certeza, para nada verdadera, que produce el fanatismo y la obcecación, esa sí que es real, ante conceptos o hechos que se le presentan a uno, y frente a los cuales no se desea ni siquiera someterlos al beneficio de la duda. Si se abriera la puerta a la duda descubriríamos matices que harían imposible el odio, que harían que se dudara del mismo odio y este se vería sometido a la autocrítica, algo que jamás acompañará al odio.. Es otra de las ventajas que nos ofrece la práctica de la duda
No debe confundirse la seguridad que ofrece la falta de duda con el arma para abordar los embates de la vida de la forma más decidida posible y sin reveses propios de los cambios de opinión. La certeza basada en la ignorancia que defiende el fanatismo es el mejor caldo de cultivo para que florezca y se mantenga el odio en quienes eligen la placidez de los hechos consumados en contra del engorro de investigar nuevos caminos.
Odio por simpatía
El odio puede manifestarse también de forma consciente o inconsciente, o lo que vendría a ser lo mismo, de forma voluntaria o adquirida por simpatía. La voluntariedad reside en la percepción individual de que su ejercicio representa en cierto modo una venganza hacia el “otro”, hacia el poderoso inalcanzable o hacia el débil, presa fácil de nuestras frustraciones. Y ese ejercicio se practica de modo personal y consciente, aunque se sitúe ante nosotros la sombría tela del fanatismo. Pero ¿qué ocurre cuando no estamos solos y aparece el odio sobrevolando nuestro entorno más próximo, nuestro cuerpo social o cualquier otra manifestación grupal en la que nos veamos inmersos?
Es ahí donde, a mi parecer, se reproduce el odio por “simpatía”. Es ahí donde la fuerza del odio se enfrenta con la debilidad de la masa y, normalmente, quien vence es el primero. Entre otras cosas porque el odio no aparece nunca de forma espontánea y de repente. El odio se cultiva, se comporta como una droga y crea adicción, de modo que no es fácil desengancharse de él, precisamente porque sus razones van dirigidas a despertar el espacio de las emociones, obviamente en una dirección muy concreta, y porque su finalidad es la de impregnarse en una colectividad que, a poco que se descuide, cuando quiera reaccionar ya sea tarde.
Por eso resulta fundamental tomar conciencia de que el odio procede de algún lugar, y desde ese espacio social, político, ideológico… llámese como se quiera, es canalizado para direccionar a la colectividad. Pero no únicamente debemos escudriñar los orígenes externos. Para el sociólogo norteamericano Peter Simi, profesor de la Universidad de Champan existe la posibilidad de “¿estar programados especialmente para odiar? ¿Puede existir un circuito del odio en el cerebro humano?” Simi admite que los bloques que hacen posible el odio ya están impresos en nosotros y desarrolla trabajos con un neuropsicólogo de la Universidad de Delaware para rastrear las pistas biológicas de estos comportamientos bajo los escáneres de resonancia magnética funcional y encefalogramas.
Para mí está claro que localizando el origen se podrá combatir con eficacia el odio. Nunca respondiendo con odio en el escalón social donde ya ha germinado. Difícil actitud es la que propongo, pero creo que la mejor de las posibles. Si no queremos engordar a la fiera no contestemos con odio, porque ese es su alimento. Frente al odio, el Amor, aunque quizá sí que no deba tratarse de poner siempre la otra mejilla. Posiblemente sea indicado cultivar una actitud vigilante y a la vez comprensiva cuando nos encontremos frente a un proceso de odio.
Vigilantes para no ser devorados por él, para, en definitiva, no caer en la manipulación que pretende y comprensivos en el sentido de no quedarnos con el componente violento que suele ir de la mano, sino que ahondemos en los orígenes y los condicionantes que lo sustentan, porque solo conociéndolo podremos combatirlo con ciertas garantías de éxito.
Los poderes del Estado, cuya correcta función también sería susceptible de análisis, ya disponen de mecanismos legislativos para combatir el odio, tipificado como delito. Otra cosa es que tengan la capacidad o voluntad (permítaseme la maldad) de anticiparse a la aparición del odio, o a implementar los mecanismos educativos precisos para evitar su nacimiento y convivencia en la sociedad.
Pero, según creo, aquí estamos para edificar lo más sólidamente posible nuestro espacio vital, personal y más próximo. Doctores tiene la Iglesia y ellos se enfrentarán a sus responsabilidades. La nuestra es la de intentar no engrosar una colectividad por la que transita el odio y combatirlo desde el conocimiento y la misericordia de que seamos capaces, aunque en ocasiones nos hierva la sangre.