Ya está aquí la Navidad. Estaba dispuesta a entrar en el ascensor que accede a la plaza de L’Escorxador, bendito sea, porque te evita subir las escaleras cuando vas cargada y te las evita también cuando no lo vas. En esta ocasión, yo pretendía bajar, es decir, no tengo ninguna excusa válida.
En la puerta del ascensor esperaba una mujer, creo que de avanzada edad, no estoy muy segura, porque llevaba la mascarilla hasta las pestañas, pero por su porte y su voz, calculo que debía rondar los setenta y cinco (vaya, más o menos como yo, pero a gusto en su papel de vieja). Llevaba un carrito de la compra azul marino, sucio y deteriorado, y los zapatos, de tacón plano, como el carro: sucios y deteriorados. Pero juro que su peinado “de rulos / cardado”, de cabello blanco como la nieve, lucía tan perfecto que parecía que María Antonieta le hubiera dejado su peluca. Cuando el ascensor, que seguramente había llamado ella, estaba llegando, me miró (mitad ojos, mitad mascarilla) como si me estuviera increpando, y me gritó:
-¡Eh, yo bajo sola!
-¿Por qué? –Le respondí.
-¡Porque sí¡ –furibunda-.
Hasta que la puerta no se cerró en mis narices, no supe reaccionar. En realidad, durante unos segundos, no supe por qué quería bajar sola, ni por qué estaba tan enfadada conmigo. Hasta que caí. ¡Era por la mascarilla! Yo no llevaba mascarilla; era un peligro andante, pretendía entrar al ascensor sin protegerla del bicho. Me tendrían que encerrar por atentar contra su vida y querer dejar a sus hijos sin madre y a sus nietos sin abuela (seguro que era viuda, tenía ojos de viuda). Al cabo de menos de un minuto, recuperé el ascensor. Claro que es más prudente llevar mascarilla, y más en un ascensor, pero aquella agresividad, aquella mala leche…lo podía haber dicho de otra manera. Me hubiera puesto la mascarilla, por supuesto.
Estaba rabiosa. La ira, una ira light, gracias a Dios, me ataca a menudo, últimamente, y, por supuesto, siempre pienso que con razón. La ira me pedía venganza. Me iba a vengar de aquella mujer sucia y malhumorada. ¿Y de qué manera podía vengarme?, le pregunté a la ira. Y me contestó.
Todo esto lo pensé mientras bajaba -un horror lo que corre el pensamiento cuando nos posee la ira-. Pue eso, en cuanto aterrizara el ascensor en la plaza, echaría a correr tras la vieja (ahora ya era “la vieja”). No podía andar muy lejos. La abordaría y le diría algo así como: “se va a morir usted de Covid antes de que lleguen las navidades, so asquerosa”. ¡Ay, qué placer tan morboso debe dar decirle a alguien algo así! Tú ya sabes que eso no va a pasar, pero el susto que le pegas al interfecto, en este caso interfecta, ya no se lo quita nadie.
Se abrieron las puertas del ascensor. Salí disparada, mirando en todas direcciones. La vieja había desaparecido. ¡No podía ser! ¡Aquella mujer era incapaz de correr tanto en unos segundos! Nada, no había ni rastro de ella. Me quedé paralizada, sin saber para dónde tirar, luego un poco aturdida, y al final, tan mareada, que tuve que sentarme en el último peldaño de las escaleras que no había querido bajar.
Poco a poco me recuperé y sentí el cuerpo mucho más ligero, tanto que los huecos que había ocupado la ira estaban, ahora, llenos de plumas que me cosquilleaban por dentro el corazón, el estómago, los pulmones, el hígado, como si me hubieran desplumado dentro del cuerpo una gallina de corral. Llegué, por unos instantes, a la brillante conclusión de que la ira es una gallina de corral y que, para vencerla, simplemente hay que desplumarla.
La cuestión es que me olvidé por completo de María Antonieta (ahora, ya era “María Antonieta”), y me fui tranquila y de buen humor a comprar mis regalos del amigo invisible a un chino. Estas navidades iban a ser especiales, como todas.
Por la tarde, volví a salir, porque este año, en el chino había muy pocas cosas que no pasaran de los diez euros. De vuelta a casa, por la avenida Cataluña, me fijé en un grafiti que debía estar recién pintado, en una puerta metálica. Era bastante distópico (ahora, lo distópico está de moda, lo que nos faltaba). Rezaba así: “LA NUEVA RELIGIÓN: LA IRA”, y remataba el anuncio con “UN MUNDO MUERTO”, y de fondo, una siniestra calavera y brochazos en rojo y negro, todo muy apocalíptico.
Mira, que me dio por pensar en lo que me había pasado por la mañana con María Antonieta. Todo aquello me pareció un mensaje, porque “la navidad es magia”, ¿no? ¿Quién me dice que las plumas que sentí dentro no eran las plumas de la gallina de la ira, sino las de las alas de un ángel? ¿Quién dice que todo lo que viví no fue un pequeño, humilde y cotidiano milagro?
El caso es que pasé el resto del día inundada de una paz que espero que dure. Al menos hasta Reyes.
1 comentario
Que bueno! Desde una simple escena, que nos haces vivir divertida y istrionica, nos llevas a convertir la ira en paz interior.
!Gracias Gloria¡