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El niño del autobús

por Gloria Martín
2 min. de lectura

 Millás:

Hoy me he despertado con la decidida intención de escribirte sobre “la novela de la vida”, que, a menudo, me es presentada en un lugar en el que no soy la escritora, sino la espectadora, y mis compañeros de viaje, los protagonistas: el autobús 1 INTERIOR, de Lleida.

El niño del autobús

Hace unos días, subió al autobús, cuando yo estaba ya sentada, una mujer con un niño. Enseguida la mujer le encontró acomodo al niño en el único asiento que había libre, y ella se quedó de pie, frente a él, en la zona habilitada para los carritos de los bebés. Bueno, digo niño, pero era ya un adolescente grandote, moreno, con un bigotillo novato. Me llamó la atención que no dejara ni un momento de mirar a la mujer y, entonces, vi en el chico rasgos de alguna discapacidad mental. Sus ojos negrísimos parecían tender un puente indestructible y a la vez delicado entre la madre y él. Me vino a la mente la palabra “arrobo”. Sí, la miraba con arrobo. Mi cabeza, que siempre viaja por libre, empezó a darle vueltas a aquella palabra y a aquella mirada. ¿Así mira alguien a su madre? ¿A su amante? ¿A su hijo? ¿A un amigo? ¿Así miraríamos a Dios, en el caso de que se nos presentara? No acababa de entender aquella forma de comunión perfecta, a la que la madre debía estar acostumbrada, porque la vi tranquila, incluso a veces distraída. Vaya, que para ella parecía ser natural la actitud del chico. Para mí, no. De pronto, me vino a la cabeza algo que escribí en una de mis novelas, El destino de las violetas: “Está claro que cuando un hombre se traga el alma de un perro se convierte en mejor persona”. Sé que hubo lectores que entendieron esa frase como una de mis reflexiones humorísticas sobre cuestiones existenciales. Pero, quien me conoce sabe que siempre he defendido la idea de que los perros tienen alma, y de que el alma de los perros es mucho más pura y más sabia que la nuestra.

Al cabo de unos minutos, como si no soportara más aquella separación, el niño se levantó, fue hacia la madre y la abrazó emocionado. Parecía que acababa de descubrir el secreto de la felicidad. Apoyaba la cabeza en el hombro de la mujer, que le acariciaba el pelo con una sonrisa. Lloraba feliz por el reencuentro, aliviado por el final de un destierro de minutos que se le debió hacer eterno.

Entonces, descubrí la génesis de aquella mirada: Sólo un perro te mira así cuando te quiere. El niño del autobús, seguramente se había tragado el alma de un perro.

Se me escapó alguna que otra lágrima (pena de maquillaje). Últimamente estoy muy blandita. Será la edad.

1 comentario

Carlos Monrreal Blanco 11/02/2025 - 15:05

Muy hermoso. Gracias por compartirlo.

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