La estancia dejaba bien a las claras la posición económica y la riqueza que poseía el firmante de la sentencia, con espléndidos cortinajes de un rojo intenso, que cubrían parcialmente los amplios ventanales ocupados por una vidriera multicolor. Los muebles, regios y de madera exquisitamente trabajada, producían en quienes accedían a los aposentos de Su Ilustrísima un progresivo empequeñecimiento de su personalidad, circunstancia que era bien aprovechada por el cardenal Doménico de la Chiesa, que tenía establecida su residencia en la Toledo monumental.
El prelado gozaba de los favores del rey Roberto III y se había convertido en el garante de la fe y defensor de la ortodoxia católica, funciones que realizaba no solo con gran eficacia sino con sumo placer, convencido de que su papel en el mundo sería reconocido por el Padre Eterno cuando fuera llamado a su lado. Para ello no reparaba en amedrentar y castigar severamente a quienes osaran discrepar de la doctrina de la Iglesia o contravenir cualquiera de las instrucciones por él dictadas.
El cardenal de la Chiesa accedió con un “adelante” a que el secretario de la Diócesis entrara con un cartapacio de terciopelo rojo ribeteado en hilo de oro. Estaba terminando de dar cuenta de una suculenta pierna de cordero que sostenía en su mano derecha y rebañaba insistentemente con su dentadura. Por la perilla que debiera ser blanca, pero que tenía ya un permanente tono amarillento, se deslizaba la grasa de la extremidad devorada, goteando sin parar por la sotana, recubriendo el crucifijo que adornaba su pecho y posándose finalmente sobre la exagerada barriga donde pasaba a formar parte de una extensa mancha adquirida ya de otras comilonas.
– Su eminencia, aquí le dejo la lista de las ejecuciones previstas para mañana – dijo el secretario al tiempo que inclinaba respetuosa y progresivamente su cuerpo – el Tribunal del Santo Oficio, reunido esta misma mañana ha dictado sentencia de muerte para estos infelices.
– ¡Infelices, dices! ¿Quién demonios te crees que eres? Ni se te ocurra mostrar la más mínima empatía por este atajo de herejes – el cardenal soltó la pierna de cordero y le arrebató la carpeta sin siquiera limpiarse las manos grasientas – si el Tribunal les ha condenado no hay duda de que constituyen un peligro para la cristiandad. Ten cuidado no vayas a parar tú también ante el Tribunal de la Santa Inquisición por pusilánime.
El Ilustrísimo cardenal, que no ilustrado, repasó la lista de convictos deslizando su dedo índice por cada uno de los nombres. Se detuvo en uno especialmente, levantó muy lentamente los ojos sin mover su cabeza y esbozó una malévola sonrisa que auguraba haber ideado un plan más perverso que la imagen que quedaba dibujada en su cara.
-Tráeme a este, a Pedro de la Lastra y García de la Paz.
El secretario se apresuró en salir de la estancia sin dar la espalda al purpurado y sin recomponer en ningún momento su arqueada figura hasta llegar a la puerta.
Al poco rato dos guardias hicieron acto de presencia llevando consigo, a rastras, al condenado que había pedido el cardenal de la Chiesa. Don Pedro de la Lastra presentaba un aspecto deplorable. En el rostro totalmente ensangrentado podía apreciarse multitud de heridas y la cuenca vacía del ojo derecho, producto de las torturas a las que había sido sometido y que le habían dejado, además, los dedos de sus dos manos sin uñas. Los guardias sentaron al condenado frente al cardenal y se retiraron.
– Bueno, bueno, bueno, Don Pedro ya os dije que este momento iba a llegar tarde o temprano, que eso de ir hablando por ahí criticando nuestros procedimientos para hacer cumplir la Ley de Dios no os iba a aportar nada más que desgracias. Ya estáis aquí, hablad ahora porque quizá pueda hacer algo por vos antes de firmar la sentencia que tengo delante.
El reo apenas podía levantar la cabeza y únicamente lo intentaba sin conseguirlo.
El cardenal repitió – ¡Habla ahora, acólito de Satanás! Y le levantó la cabeza tirándole del cabello y obligándole a abrir la boca presionando sus mejillas con la mano. Fue entonces cuando observó que su interior estaba, al igual que su ojo, vacío y que la tortura se había llevado por delante la lengua del infeliz.
– ¡Perfecto, no volveréis a hablar en la vida! – exclamó el monseñor – aunque realmente poca vida os queda ya porque mañana penderéis de una soga. A no ser que os avengáis a una condición que quiero proponeros.
El cardenal se levantó y comenzó a pasear, en un ir y venir, por detrás de Don Pedro de la Lastra que continuaba derrotado en la silla y con la cabeza baja. Mientras miraba al desdichado se frotaba una y otra vez las manos que aun conservaban la grasa del cordero devorado poco antes y le expuso pausadamente sus condiciones.
– Conoces mi poder de sobras Don Pedro, y sabes que consigo todo aquello que me propongo. Por eso nada más lejos de la realidad el que pudieras por un momento pensar que alguno de mis deseos pueda cumplirse dependiendo de que tu aceptes o no mis condiciones. Supongo que eso lo tienes claro – el cardenal se sentó de nuevo frente al reo – Escucha bien, entonces, hijo de mil demonios: voy a librarte de la soga que te espera mañana si me entregas a tu hija, Constanza, esta misma noche.
La propuesta del prelado no inmutó casi nada a Don Pedro que ya esperaba un planteamiento de esta índole. Era algo que nunca hubiera querido escuchar pero que formaba parte de lo posible, viniendo de quién venía. Tampoco estaba en su mano oponerse a sus deseos ya que, en efecto, el poder de su verdugo era tal que no necesitaba pedir, le bastaba con coger. Pero esa facultad le resultaba poco excitante al prelado que continuó:
– Podría mandar a mis guardias a por tu hermosa hija y tenerla en media hora conmigo, con o sin tu aprobación, pero eso resultaría demasiado sencillo y tú no te harías acreedor a ningún tipo de perdón por mi parte. Total, no estas en disposición de exigir nada, ¿verdad? Pero yo sí, y para que obtengas mi clemencia, escucha atentamente, serás tú quien me entregue a tu hija y le digas que va a ser mía esta noche. ¡Oh, disculpa, que torpeza la mía! No podrás decirle nada porque tu lengua discurre ahora por alguna de las alcantarillas de la ciudadela. No sufras. Serás tú quien despoje de su vestido a Constanza cuando esté frente a mí y la acerques a mis brazos. ¿Crees que con esta acción entenderá bien que me la entregas?
La medianoche ya se había instalado en palacio. En la cámara del cardenal de la Chiesa todo estaba a punto. El cardenal, de pie junto al lecho endoselado. Frente a él Constanza y detrás de ella su padre. Sobre la mesa la firma de Doménico de la Chiesa aún no se había plasmado en el documento que contenía la sentencia del Tribunal de la Santa Inquisición.
Jandro Olmo