Mi llegada a Vigo ya estuvo precedida de acontecimientos, si no extraños, si fuera de lo normal. Iba invitada por una colega, escritora de la tierra, para presentar mi última novela. Ya tenía habitación.
Destino incierto
El viaje, largo, en tren, prometía ser simplemente tedioso, hasta que, por megafonía, alguien empezó a lanzar a los viajeros mensajes disparatados. “Buenos días, señores, el tren lleva cuarenta minutos de retraso, es decir, llegará a Vigo con cuarenta minutos, más o menos, de retraso” “Hola, señoras y señores, rectificamos: este tren va a Alicante”. “Muy buenas noches: un error, este tren no va a Alicante, sino a Vigo”. “Perdonen, señores viajeros, pero la tripulación debe ponerse inmediatamente en contacto con la cabina de conducción, vía telefónica”.
Este último mensaje, mientras el tren detenía lentamente su marcha en mitad de la verde y frondosa nada, provocó también la parada respiratoria momentánea de todos nosotros, los sufridos pasajeros (yo llegué a pensar que se había colado un terrorista en el tren, y que el conductor hablaba en clave, o que un extraterrestre se estaba haciendo pasar por él para abducir en bloque a 15 vagones de humanos). Detecté algunas miradas, pero allí nadie decía nada, aunque todos tenían esa expresión que precede a las catástrofes.
En fin, todo terminó bien. Llegué a la ciudad sana y salva, aunque exhausta y acojonada, a las once de la noche. Cogí un taxi y pedí al taciturno taxista que me llevara al hotel que había reservado. El hotel en cuestión era antiguo, céntrico y barato, tres cualidades que siempre he valorado, o quizá sobrevalorado. Me recibió un recepcionista negro, con un marcado acento gallego, muy amable, que en cuanto entré por la puerta con mi pequeña maleta, me dio la bienvenida llamándome por mi nombre de pila, algo que en aquellos momentos agradecí de corazón, para qué vamos a negarlo.
No había ascensor, aquello parecía, en realidad, una mansión antiquísima reconvertida en hotel, que hubiera podido resultar muy señorial de no ser porque se había reformado y decorado con un gusto tan deplorable que parecía la casa de los horrores. Subí tras el recepcionista hasta el primer piso. Cada rincón, cada recoveco del larguísimo pasillo exhibía algo feo: un taquillón lacado en blanco, años setenta; una lámpara de pie con larguísimos flecos en la pantalla; dos sillones mal tapizados en cretona floreada; alfombras a trozos pegados con velcro…
Lista la habitación
Y allí, frente a mi habitación, la 103, el hombre depositó la maleta en el suelo, me dio las buenas noches y me entregó una llave tan grande que pensé que me podría muy bien servir como arma defensiva si entraba un asesino en la habitación -aquello era capaz, bien empleado, de abrir una cabeza de un solo golpe-. Abrí. Ante mis ojos, un espectáculo siniestro que me niego a describir a fondo. Sólo diré que estaba limpio; que había tres camas turcas, cada una con una colcha de estampado diferente; un baño minúsculo y, a la izquierda de la puerta de entrada, un armario.
El armario de la 103 era un ataúd colocado de pie. En la tapa del ataúd reciclado, o sea, en la puerta del armario, se había pegado un espejo que, para más inri, distorsionaba mi figura hasta convertirla en una especie de espantapájaros fantasma. Cogí la mega llave, la maleta y mi miedo, y salí de allí como alma que lleva el diablo. La recepción estaba vacía, había desaparecido el negro, y cuando empezaba a cagarme en los negros, en los gallegos y en mi maldita novela, me desperté. Por megafonía, se anunciaba que el tren que iba a Alicante, mejor dicho, a Vigo, con una hora de retraso, acababa de llegar a su destino, es decir, Vigo.
3 comentarios
Muy original y un punto inquietante.
Ojalá todas las cosas que nos perturban acabaran, como ésta, en un sueño.
Me recuerda el texto de Julio Cortazar sobre la habitación del Hotel Cervantes de Montevideo: ” La Puerta Condenada” que vuelve a recuperar en Enrique Vila Matas en su libro Montevideo. Hay una resonancia entre lo onírico y lo real.
Hace años que no viajo en tren.Tiene gracia,con el coche toda la familia.Quedan atrás aquellos viajes que hacía de pequeña a Barcelona.Mi familia vivía en Sabadell,para mí era algo estupendo.No perdía detalle.Ya de casada íbamos en coche.Era una odisea ,llegar a El bruch y nos quedaba un largo viaje.Hasta llegar a un pequeño pueblo de Soria.Mi marido es soriano